El vecino, si era verano, recitaba los celos de Otelo con las ventanas abiertas. En invierno murmuraba por la casa alzando, alguna vez, una voz extraña, sin sol, sin tiempo, ya que vivía con indiferencia bajo una manta de la que contaba que era su segunda piel. Que su boca pronunciaba algo pálido en el vaho de los cristales fríos, desengañado de intentar acercar alguna imagen cálida. Su abarrotada memoria exigía descanso, ya que el borrarlo todo no llegaba (una desaparición total era desastroso). Que a sus espaldas las primaveras llegarían doblando inviernos y desdoblando el verano y aquellas luces lejanas al fondo, donde comenzaba la noche.
Era el vecino la primera autoridad en su casa. Y la última. Se tenía a sí mismo tan cercano a sostenerse y burlarse de sí mismo en tanta soledad. Había sido un amante de realidades y causas enrevesadas. Consecuencia de todo aquello, lloraba. Sostenía lágrimas de viejo y cerraba los ojos pegados a un color muy negro. O volvía a repetir Otero y los celos, solo que esta vez ante un olor familiar del vino de viñas propias como tesoro de sus sueños. Al menos, lo creía y lo esperaba en una aduana donde abarcaba los seres y las cosas.
Comentaba ideas del portugués Miguel Torga (1907-1994) desde su libro << La Creación del mundo>> donde la vida eran aquellas luces lejanas entre el calor y alguna penumbra. En los que creía y batía lo más peculiar. Lo fuerte y lo banal. Muy ocupado, pendiente de alcanzar vivencias humanas en ciudades y pueblos como médico y peticiones invariablemente de ayuda: la vida por dentro y por fuera. No por la herida. Saber para asomarse a lo resbaladizo, a un suceso o disgusto ya que eran muchos los que alcanzaban a inocentes.
Otros eran los que creían haber nacido en un jardín perenne. Y respondían a los días buscando llenarse los bolsillos. Su mal no sabía alejarlo por aquel miedo opaco y bajo, como una tarde triste. El hombre-se contaba- que habitaba en muchas ocasiones lo injusto. Un camino de lodo. Pero, cierto era que siempre se podía encontrar una ventana abierta donde asomarse al sol quieto.
La vida y la creatividad. Lo cierto y la mayor duda, dejándose perfilar por palabras que proponían los mejores libros. Pinceladas intencionadamente a medio hacer. Mucho de lo nuevo, amanecía cansado. Y era absurdo quedarse en un nido, no siendo pájaro. Nadie sabía medianamente dónde comenzaba aquel viaje y su desconsuelo, de pensar y decirlo. Pedir soluciones, sin creer en la magia. Capítulo a capítulo deberíamos ir aprendiendo. No andar con alma rota y la cara atropellada de tiempo y contemplarla en el cristal arrugado del espejo. El vecino, desorientada, buscó menos hambre de pasiones. Y se puso a leer celos y amigos de Otelo y de la vida propia.
Vivir sin esperanza, a diario, era no saber. No dejaría caminar bajo los Ópera, con Verdi cerca. La mentira rotunda, y otras gravosas para el grajo. Sólo el calor del alma era una bendición.
Con todo y contra todo abrazar infinitamente alma entera y el Arte. O ser Torga cuidadosamente atendiendo muchas vivencias y aconsejando comunicarse y sonreír. De no poder, volver a la infancia. Aprender de nuevo a respirar. A saltar caminos llenos de ramas de risa. Y un aire limpio.