Lo peor es silbar a nuestros perros cuando ya no se tienen. Querer salvar el pozo cabeza abajo, perdiendo el agua. Encerrarse en el pensamiento y dormirse. Esconderse en los sueños, cuando ya no quedan. Si quería escribir como quien labra la tierra, finalizaba por labrar hasta su propia sombra. Escuchaba la soledad y cuanto iba siendo. No sabía hallar la excepción pero no temía el final. La vida continuaba siendo intensa y dándose en mensajes. Para seguir escribiendo o para acabar siendo otro.
De niños cuidaba el ángel de la guarda con algunos arreglos. Cada vez menos, porque iban quedando pocos. Hasta ellos estaban siendo despedidos y unos se fueron al Vaticano y otros a humildes ermitas entre montañas. Entre la paz y las maravillas. Igualmente llegaron a la fila de los parados, para hacer compañía y vender sus alas si falta hiciera.
La infancia y la juventud un arrullo de voz ronca de tanto contarlas. Y diciendo: “Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro… y a veces lloro sin querer”.
Lo decimos teniendo cercano a su autor Rubén Darío hablando de juventud, sin embargo, muchos, nos quedamos en la infancia. Para repetir conmovidos: “Y a veces lloro sin querer”.
Y seguir hacia alguna parte.